jueves, 26 de agosto de 2010

“Un cacho de cultura”

“Un cacho de cultura” - Editorial del 27 de agosto de 2010
Daniel Baremboim, pianista y director de orquesta argentino y del mundo, agarrándolo del brazo al Ministro de Cultura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Hernán Lombardi (pero podría haber sido el receptor también Jorge Coscia, Secretario de Cultura de la Nación, o cualquiera de los demás de cada una de las provincias argentinas, incluyendo a nuestro Subsecretario, Roberto Romani), lo incluyó implícitamente en un diálogo con el público que colmó la Avenida 9 de Julio el pasado sábado, en el concierto que brindó con la West-Eastern Divan Orchestra, integrada por músicos israelíes y palestinos: "Los gobiernos, todos, en vez de lamentarse y decir que no hay plata para la cultura, deberían invertir en ella. Acá están las pruebas, ¿no?".
Alguna vez hicimos en estas páginas una especie de guión de obra teatral en la que el funcionario de educación y cultura pedía más presupuesto, mientras que el de economía, como es ¿habitual? (¿debe serlo?) decía que no hay. Finalmente es el gobernante (presidente, gobernador o intendente) el que inclina la balanza, preguntándose, seguramente, por qué habría que resolver a favor del primero si los "beneficios" que producirían esos "gastos" parecen ¡tan pequeños o lejanos!
La cultura y el saber no pueden construirse si lo único que buscamos es lucro o provecho cercanos. Muchas veces la motivación es la mera satisfacción de hacerlo (al hecho cultural), sin pensar necesariamente en una utilidad económica.
Solemos defender, en los ámbitos en los que se nos permite discutir el tema, la idea de que si en el gobernante falta amor al saber y a la cultura es poco probable que haya suficiente decisión para que las políticas de Estado lleguen realmente a elevar la educación y brindar las condiciones adecuadas para que la inteligencia produzca los mejores frutos. Generalmente nos contestan, expresa o tácitamente (preferimos la expresa, porque nos permite saber a quién tenemos enfrente): ¿por qué razón habría que hacerlo, si los beneficios electorales y las ganancias económicas se obtienen de manera más rápida por otros medios?
Un quizás demasiado amplio sector de la clase política considera que la cultura es un lujo, algo para una suerte de "grupo iniciático" que disfruta de lo que hace y pretende que se le financie su gusto. Es por eso que, para ellos, apoyar la cultura es sinónimo de perder votos.
La cultura, en cambio, es la síntesis del esfuerzo que hacemos los seres humanos para ser cada día más humanos, o, para decirlo de otra manera, para ser cada día menos animales (en el sentido de la racionalidad, por supuesto, ya que admiramos en los otros sentidos a los verdaderos animales).
Nos cuesta creer a nosotros, que participamos activamente de los dos sectores, política y cultura, que una sea opuesta a la otra, porque, sabemos, entendemos, que ambas se proponen (o se deben proponer) metas afines y complementarias.
Así, mientras a la política le corresponde resolver los problemas más urgentes que afligen a la gente, lo que requiere sentido común y practicidad, la cultura hace su aporte para que esos gravísimos problemas dejen de existir o sean mucho menores. De esa manera, seguramente, con la convicción de que la especie humana es perfectible, la capacidad de alcanzar niveles de comprensión y de razonabilidad haría que las metas urgentes de la política (salud, educación y seguridad) sean menos apremiantes.
Queremos dejar muy bien aclarado acá que no nos gusta confundir educación con cultura, porque la educación es un medio, mientras que la cultura es un fin en sí misma, por su excelso contenido de elevación espiritual.
La cultura, bien entendida, es un excelente antídoto en contra de devaneos tales como la demagogia, que por estos días nos está demostrando, como deformación de la democracia, que para ella es mejor decir lo que más le plazca, aunque se aparte de la verdad.
No se puede ser culto y déspota al mismo tiempo, por eso los despotismos desde siempre han perseguido a la cultura. O no la han financiado, lo que es más o menos lo mismo.
Continuamente, en esos caminos comunes de los que hablábamos más arriba, bregamos para que de una buena vez nuestras democracias ubiquen a la cultura entre sus prioridades, apoyando a los creadores artísticos. Si bien es cierto que no existe un campeonato mundial de la cultura cada cuatro años, y de que el programa "Cultura para todos" (según Les Luthiers) se ve en su "horario habitual" de las 3 de la mañana, es a través de ella, sin ninguna duda, por dónde se dirime el destino de la humanidad.
Es por eso que el poder político ha impuesto el hábito de la discusión frívola, que lleva a la errónea conclusión de que para saber no necesito leer ni pensar. No se debaten ideas sino actos de viveza. No se reflexiona sobre modelos de nación o sobre cambios de estructuras, sino sobre conflictos entre caciques de medio pelo cuya única cultura consiste en la acumulación de argucias electoralistas.
Hace poco escribíamos acerca de San Martín y su renunciamiento, preguntándonos si nos merecíamos su legado. Y mencionábamos, tangencialmente, a Bolívar. Es bueno saber, respecto a éste último, entonces, que recorría el continente, en esa lucha emancipadora, llevando consigo una biblioteca, seguramente porque eso lo conminaba a sentir una auténtica admiración por el talento y la inteligencia.
También, cerca en el tiempo, terminábamos uno de nuestros editoriales utilizando el final de una canción de Cacho Castaña, que forma parte de nuestra cultura, y que habla de no perder nunca la esperanza. Esa esperanza que quedó en el fondo de la caja de Pandora después de que salieran de ella todos los males.
Por imperativo de nuestra constitución ontológica, necesitamos hacer, saber y esperar, porque un hombre sin esperanza sería un absurdo metafísico. Un hombre sin inteligencia.
Para finalizar, vamos a proponerles compartir algo que leíamos días pasados. En la película Gladiador, Cómodo, coronado emperador, para ganarse el favor del pueblo inaugura varios meses de juegos en el Coliseo entre los que incluye la reapertura de las peleas de los gladiadores, mientras que desde los carros le arrojan pan a la muchedumbre.
La escena de la película muestra la tradicional frase: pan y circo.
Claro que vale aclarar que ese período de la historia poco tiene que ver con la actualidad, porque los procesos políticos, sociales y económicos, se han vuelto mucho más complejos, dado que cuando la inflación hace escasear el pan, no hay circo romano que pueda montar Cómodo para distraer a la gente de los problemas que la afligen todos los días.
Porque, como dijo José Martí, "la única manera de ser libres es ser cultos".
Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso

jueves, 19 de agosto de 2010

Convencernos

Convencernos -Editorial del 20 de agosto de 2010
Ya por estos días están empezando a despuntar candidaturas para las elecciones del próximo año. Algunas explícitas y otras todavía escondidas detrás de acciones o declaraciones que no dejan ninguna duda respecto a lo que se pretende.
A la luz de esos acontecimientos, testigos como hemos sido de lanzamientos y de postulaciones, y protagonistas como seguramente seremos, nos animamos a intentar trazar algunas líneas definitorias de lo que, a nuestro parecer, debe expresar la política.
Rousseau, el célebre filósofo de la Ilustración, se asombraba de una tribu de salvajes cuyos integrantes eran tan incapaces de anticiparse al futuro más próximo, que vendían su cama por la mañana para reponerla cada noche.
Se nos ocurre que en este momento las alternativas de conducción deben estar orientadas hacia quienes hayan demostrado inteligencia en otras actividades, más allá de la política. Concretamente, que hayan sido artífices en la solución de problemas. Juan B. Justo decía, a propósito de esta capacidad, que “el método se mide por los resultados”.
Hemos tenido dirigentes inteligentes, acá cerca y allá lejos. De lo que no estamos seguros, y debemos decirlo, es de que hayan sabido ver claro y lo antes posible, porque también es un atributo de la inteligencia conseguir, por el camino mejor, lo que uno desea para sí y para los demás. Insistimo: ver claro y lo antes posible lo que nos conviene.
Por supuesto que la primera dificultad con la que nos encontramos al seguir este razonamiento, es que todos nos consideramos a nosotros mismos inteligentes. Todos aceptamos tener incluso cualquiera de las pestes que envió Dios a los egipcios, o ser titulares de alguno de los pecados capitales, pero no aceptamos de ninguna manera ser lentos mentales.
Esa historia que cuenta Rousseau solamente puede ser superada mediante la inteligencia, es decir, mediante la capacidad de inventar el método adecuado para sortear el problema imprevisto. O, en otras palabras, mediante la originalidad ante la situación inédita.
Cuando decimos que es el momento de apelar a quiénes han demostrado aptitud en otras áreas, sobre todo en aquellas en las que no se actúa solamente movido por una remuneración en dinero, lo decimos porque no creemos en los fogonazos, los relámpagos, los espasmos de inteligencia, ya que ellos no conducen a nada. Los argentinos somos muy proclives a imaginar rápidamente en puestos de conducción política a quienes se muestran como “golondrinas de un solo verano”, o a suponer que los triunfadores en cualquier género pueden serlo también en el rol de representantes del pueblo. Así, y por dar algunos nombres, han llegado a la política con resultados efímeros y a veces hasta nefastos, personajes como Palito Ortega y Reutemann. ¡Y hasta alguno imaginó a Maradona como candidato a senador si Argentina salía campeón del mundo!
El liderazgo que ejerció Alfredo de Ángeli durante los reclamos de los sojeros hizo imaginar a algunos (y hasta a él mismo) que era posible una transpolación hasta la gobernación de la provincia o, incluso, a la presidencia de la nación. Muy pocos alcanzamos a advertir y a advertirles, a tiempo, que era una bengala que se iba a apagar pronto, y que iba a dejar solo, y cuánto mucho, asombro pasajero y nostalgia.
Para seguir con las citas, hay una máxima que se le atribuye a Leonardo Da Vinci: “Ostinato rigore”, que traducida quiere decir, ni más ni menos que perseverancia.
El secreto está, entonces, y salvo que alguien nos demuestre lo contrario con hechos, y no con palabras, en juntar primero a los dotados, dándoles después las posibilidades para desplegar esas dotes. Lo que importa, ante la magnitud de los problemas que nos aquejan, es pensar: aprender a pensar, disciplinar la cabeza y ejercitarla convenientemente.
No es casualidad que hoy en día recibamos un bombardeo de trivialidades a través de los medios, sobre todo de aquellos de llegada masiva, como la televisión, y de los de acceso tecnológico, como las redes sociales de la Internet. Como dijo Martín Fierro, “atajándose” de una referencia que hoy sería fatal por eso de la “cuestión de género”: “…no digo todas, pero hay algunas”. Tanto en la TV como en las redes hay cosas buenas y aspectos positivos. Pero no son los más vistos ni los más usados. La virtud del divertimento ha pasado a ocupar espacios necesarios para desarrollar otras cosas, y uno termina, si no tiene la suficiente fortaleza de espíritu, siendo esclavo del pensamiento de los líderes a los que les conviene que creamos que lo vital pasa por Ricardo Fort, por Lola Ponce o por el perfil de Facebook.
Así nos estamos convirtiendo, sin darnos cuenta, en nuevos vendedores de nuestras camas por la mañana para comprar otras por la noche, por aceptar vivir sin continuidad, en perpetuo zigzag, con sólo un ánimo repentista y exitista.
Hace tiempo que venimos bregando por una mejora en la educación, que tienda a la excelencia, convencidos como estamos de que es la única solución a los problemas. Lamentablemente tropezamos a diario con obstáculos increíbles, con torpezas inimaginables, con ideas retrógradas y con razonamientos inconsistentes.
Está de moda denostar a los prohombres que forjaron nuestra patria, cometiendo el grave error de sacarlos de su época y juzgarlos según nuestra óptica de hoy. Y eso sin entrar a hablar de los que procuran disminuir esos logros para evitar fatales comparaciones que dejarían a muchos de nuestros dirigentes actuales ante la evidencia de su propia torpeza.
La Historia no formal asigna alternativamente a Sarmiento y a Mitre (al final mucho no importa cuál de los dos fue el autor) el proyecto de construir un colegio secundario en cada capital de las por entonces catorce provincias argentinas. Un diputado de aquellos que nunca faltan (la verdad, que siempre sobran) dijo que el gasto era una desmesura económica, y que lo más prudente, equilibrado y razonable era becar a los jóvenes más talentosos de esas provincias para que fueran a estudiar a los tres colegios secundarios de la época, que eran el de Monserrat, en Córdoba, el de Concepción del Uruguay, y el San Carlos, en Buenos Aires.
Sarmiento (o Mitre) contestó que no. Que el colegio debía convertirse en un faro y en un foro de cultura de cada una de las provincias, y como resultante, de todo el país.
Y ahora, más de un siglo después, estamos haciendo el camino inverso, vaciando de contenidos la educación y convenciendo a nuestros jóvenes de que la verdad pasa por el triunfalismo y por la banalidad, convirtiendo a la tontería en algo deseable. ¿Para qué estudiar, si con un casting podemos llegar más fácilmente?, se preguntarán con rigor casi científico nuestras alumnas. ¿Para qué estudiar, si la vida fácil tiene, aparentemente, más rápidas y eficaces compensaciones?
Todos leímos aquello de “lo esencial es invisible a los ojos”. ¿Será por eso que nos negamos a ver la realidad? ¿O es que no queremos reconocer los ejemplos concretos de que “se puede” (sin alusiones partidistas)?
El título de hoy tiene que ver con un tango - canción de Eladia Blázquez y Chico Novarro:
“Convencernos, con fuerza y coraje
que es tiempo y es hora de usar nuestro traje.
Ser nosotros por siempre, y a fuerza de ser
convencernos y así convencer”.
Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso

jueves, 12 de agosto de 2010

Los hijos de San Martín

Los hijos de San Martín - Editorial de 13 de agosto de 2010
Tantos años de decirnos que el Libertador es el “Padre de la Patria”, nos han llevado a intentar este ensayo respecto a saber si en verdad nos merecemos ser sus hijos, sobre todo a la luz de algunos acontecimientos que se desarrollan por estos días.
Entre los legados de un padre, sabemos, están ubicados en primer lugar los valores. Y nos referimos, obviamente, a los que no tienen apreciación monetaria, pese a que muchos opinen que son los mensurables en dinero los que debemos preocuparnos en dejarles a nuestros hijos. ¡Y así estamos!
Pero no queremos hablar de paternidades sanguíneas sino de las patrióticas, que es en ese sentido en el que le dimos el apodo a San Martín.
Y contestes con eso, y con el principio de que los cargos y las responsabilidades públicas son un servicio, transitorio, para servir a los demás y no para servirse de ellos, es que dudamos en asegurar que hayamos sido buenos hijos suyos.
Estamos siendo testigos de un afán tremendo de perpetuación en el poder, tanto por parte del matrimonio presidencial, que encontró en esa unión conyugal la manera de burlar la cláusula constitucional que la prohíbe, imaginándose un gobierno que per secula seculorum los instale a ambos en el sillón de Rivadavia, cuanto por nuestro gobernador Urribarri y quien lo convirtió en su delfín. El actual quiere la reelección, mientras que Busti pretende ir por su cuarto mandato en menos de treinta años.
Hace un rato, mientras comenzábamos a pergeñar esta página, luego de un día intenso, un pequeño amigo (casi un hijo postizo) nos hacía algunas preguntas para el colegio, que nos dan pie ahora para retomar el hilo y demostrar por qué estamos en contra de los iluminados que pretenden hacernos creer que el “después de mí el diluvio”, o el más famoso, todavía, “el Estado soy yo”, ambos asertos (y eso no es casualidad) de Luis XIV, que ejerció un poder absoluto, son todavía posibles hoy, en pleno Siglo XXI.
Cuando tenemos la suerte de enseñar Historia, esto es siempre y cuando no haya un compañero con título docente para tomar las horas (respetuosos, como somos, de las incumbencias profesionales), solemos insistir con la importancia de conocer el pasado, principalmente para no repetir los errores que otros ya cometieron, casi más que para imitar los aciertos.
Compartimos, entonces, con ustedes un relato que nos parece sumamente didáctico y descriptivo de la realidad que pretendemos trastocar.
Hacia el año 458 antes de Cristo, un sorpresivo ataque de un pueblo bárbaro llamado Euco, logra sitiar a todo un ejército romano. El terror se apodera de la ciudad y se decide nombrar dictador (que por aquellos tiempos no tenía nada de trágico sino que consistía en una magistratura extraordinaria de seis meses de duración a la que, por supuesto, Jorge Rafael Videla no le hizo honor) a Lucio Quincio Cincinato.
Una delegación senatorial va en su busca y lo encuentra arando el campo (¡no viaticando en la Unasur!). Cincinato acepta el cargo, viste la toga, arma un ejército, vence a los eucos, vuelve en triunfo a Roma…y renuncia a la dictadura.
La leyenda dice que todo esto ocurrió en solo veinticuatro horas, aunque parezca demasiado para ser verdad. Historiadores más serios y más creíbles hablan, en cambio, de dieciséis días, al cabo de los cuales Cincinato vuelve a su arado.
Más de veintidós siglos después, George Washington, al renunciar a una tercera postulación a la presidencia de los EEUU, fue llamado “el Cincinato americano”, y dijo, en palabras que tradujo del inglés Manuel Belgrano (¡eran otros prohombres aquellos!), “miro con gustosa anticipación mi retiro, dónde me prometo realizar el dulce placer de participar, en medio de mis conciudadanos, del influjo benigno de las buenas leyes bajo un gobierno libre”.
Hasta aquí llegamos con las transcripciones históricas, que demuestran claramente que la virtud cívica consiste en comprender que la ocupación del poder es siempre transitoria, ya que no pertenece a quien ocupa el cargo, sino al pueblo que lo ha elegido, momentáneamente, como su representante. ¡Cuánto les cuesta entender esto a algunos!
Hoy aquellos que nombramos más arriba, con éxitos y fracasos, confunden méritos personales con necesidades públicas, ambiciones particulares con apetencias sociales, derecho de propiedad con comodato (préstamo de uso) y, lo que es peor, gloria propia con vocación de servicio.
Nada tiene que ver la minúscula biografía de cualquier político con la vida de los pueblos. No tenemos buenos recuerdos de los que amaron el poder al punto de no querer abandonarlo (Franco, Stalin, Somoza, Pinochet), porque ese retrato altivo que mostraban mientras gobernaban se convirtió en una caricatura desdibujada de la que nadie quiere saber.
En cambio San Martín, “el inventor de América”, cuando fue propuesto por unanimidad, en medio de la campaña libertadora, como Director Supremo de Chile, en un discurso memorable, y perfectamente adaptado a las circunstancias, expuso las razones que tenía para no aceptar el mando político y su firme resolución de cumplir este propósito, convencido como estaba de que así servía mejor a los intereses de la revolución y de la Patria.
Poco tiempo más tarde, al ser nombrado Ministro Plenipotenciario (una especie de embajador, y acá recordamos otra vez la Unasur, por lo menos para apreciar la diferencia), expresó, textualmente, aunque nos y les asombre: “Si solo mirase mi interés personal, nada podría lisonjearme tanto como el honroso cargo a que se me destina…pero faltaría a mi deber si no manifestase igualmente que enrolado en la carrera militar desde la edad de 12 años, ni mi educación ni instrucción las creo propias para desempeñar con acierto un encargo de cuyo buen éxito puede depender la paz de nuestro suelo. Si una buena voluntad, un vivo deseo del acierto y una lealtad la más pura fuesen sólo necesarias para el desempeño de tan honrosa misión, he aquí todo lo que yo podría ofrecer para servir a la República”.
Y como si esto fuera poco, nuestro Padre de la Patria, finalmente, en Guayaquil, al entregarle todo el poder a Bolívar, a quién creía más capaz (y con más salud) para terminar la tarea emancipadora, nos deslumbra con esto que ya querríamos escuchar hoy de algunos de nuestros próceres con pies de barro:
"Mis promesas para con los pueblos en que he hecho la guerra, están cumplidas; hacer su independencia y dejar a su voluntad la elección de sus gobiernos. Por otra parte, ya estoy aburrido de oír decir que quiero hacerme soberano. Sin embargo, siempre estaré pronto a hacer el último sacrificio por la libertad del país, pero en clase de simple particular y no más”.
El Himno a San Martín, que ya casi no se canta (y no sabemos por qué), dice en una de sus estrofas, en una suerte de oración laica que los que pretendemos, como dice el título, ser sus hijos en la Patria, deberíamos obligarnos a cumplir:
¡Padre augusto del pueblo argentino,
héroe magno de la libertad!
A su sombra la Patria se agranda
en virtud, en trabajo y en paz.
Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso

jueves, 5 de agosto de 2010

¿Dónde están los que no están?

¿Dónde están los que no están? - Editorial del 6 de agosto de 2010
Días pasados se hizo en nuestra ciudad una marcha contra la inseguridad (o a favor de la seguridad, mejor dicho), motivada por un hecho cometido en perjuicio de un joven que fue atacado en uno de los accesos a Basavilbaso, y al que golpearon para robarle las zapatillas y el celular.
Dicha marcha, además de movilizar gente (poca o mucha, según se mire el vaso medio lleno o medio vacío), también tuvo el mérito de movilizar el pensamiento, ya que por el lapso de una hora, además de recorrer el perímetro de la Plazoleta San Martín, los concurrentes pudieron expresarse (aquellos que quisieron), sobre todo respecto a cuáles creen que serían las medidas de prevención y de castigo. Aunque, a decir verdad, se puso en esa oportunidad, y se suele poner casi constantemente, más el acento en lo segundo que en lo primero. Como dice una de nuestras poetas de cabecera, en este caso Sor Juana Inés de la Cruz, “sin ver que sois la ocasión de lo mismo que juzgáis”.
El reclamo se dirigió mayoritariamente hacia el Poder Judicial, haciéndolo responsable de eso que coloquialmente se etiqueta como “entran por una puerta y salen por la otra”, refiriéndose, por supuesto, a la circunstancia de que, una vez detenido el presunto autor (y decimos presunto, además de por una cuestión profesional, porque la Constitución Nacional asegura el principio de inocencia), pasan solo unas horas hasta que está nuevamente en libertad.
No pretendemos hacer de ésta página de hoy, y ya lo hemos dicho igual muchas veces ante situaciones que están relacionadas con el Derecho, una clase magistral ni una perorata acerca de los principios de la criminología. Entendemos que no es el lugar, pero además tal tema exigiría un tratamiento mucho más profundo y extenso. Solo vamos a explicar acá que existe una legislación, básicamente instalada en el Código Penal y en los Códigos Procesales de cada jurisdicción, que establece ciertos parámetros a seguir y que hace que no todos los procesados, ni todos los condenados, estén necesariamente en la cárcel.
Una de las razones tiene que ver, desde un lado de la cosa, con la imposibilidad fáctica de mantener instituciones carcelarias en cantidad y calidad. Y eso sin hablar de la problemática de los menores, que por su inimputabilidad deben ser internados en centros de rehabilitación, los que, más que pocos, son casi inexistentes. La misma Constitución Nacional también nos habla de que “las cárceles serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas”. Más allá del lenguaje arcaico, quienes por distintas razones, en nuestro caso puramente profesionales, han conocido una cárcel de hoy por dentro, con escasísimas excepciones, verán que todo el celo puesto en preocuparse por cumplir la máxima que establece “más vale diez culpables sueltos que un inocente preso”, es en un todo coherente con la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que ha sido clara y contundente al respecto: “Está más allá de toda duda que el Estado tiene el derecho y el deber de garantizar su propia seguridad. Tampoco puede discutirse que toda sociedad padece por las infracciones a su orden jurídico. Pero, por graves que puedan ser ciertas acciones y por culpables que puedan ser los reos de determinados delitos, no cabe admitir que el poder pueda ejercerse sin límite alguno o que el Estado pueda valerse de cualquier procedimiento para alcanzar sus objetivos, sin sujeción al derecho o a la moral. Ninguna actividad del Estado puede fundarse sobre el desprecio a la dignidad humana”. ¿Se entiende, no?
Las autoridades deben ser responsables de todo lo que les corresponde en nuestro país, pero a la vez los ciudadanos somos responsables de permitir lo que no queremos. Nosotros somos los que debemos exigir lo que necesitamos, pues para eso está, "supuestamente", el gobierno. Si el gobierno no se encarga de sus asuntos entonces la culpa de alguna forma recae en el pueblo porque es el que no debe aceptar la situación y es quien debe de poner un límite.
No obstante, cuando se pide “seguridad” en nuestro país nos encontramos con que, salvo (otra vez) honrosas excepciones, la preocupación excluyente radica en el temor a ser robado. Y, si bien es respetable que las personas quieran vivir en paz y sin ser asaltadas, también es doloroso el advertir que, en la preocupación sobre este tema, el interés propio ha invertido la jerarquía de los valores que deberíamos preservar.
Para que quede clara la confusión que muchas veces se da, y con la que hay que tener mucho cuidado, sobre todo a la hora de mezclar a víctimas con victimarios, para nosotros las inseguridades aludidas en primer término deben ser aquellas que afectan directamente la vida, la salud y la libertad de las personas, que en estos sistemas perversos que nos toca padecer se ven a diario privadas de poder elegir una adecuada alimentación, un eficaz servicio de salud, un razonable lugar en donde vivir, etcétera.
¿O no es también una inseguridad preocupante la de los “chicos de la calle”, que limpian los vidrios de los autos o nos entretienen en los semáforos? ¿Y la inseguridad del ejército de desempleados, que carecen de los recursos mínimos para la subsistencia básica de ellos y de su familia y tienen que deshonrarse por una prebenda conseguida a cambio de la promesa de un voto?
Cuando decimos que se corre el riesgo de confundir las causas con los efectos, tenemos en cuenta la inseguridad de las personas que viven en asentamientos o “villas de emergencia”, privadas de los servicios básicos y del correspondiente título de propiedad sobre las parcelas que ocupan, situación a la que fueron llevadas por un gobierno (allá lejos y hace tiempo) que, sin prever las consecuencias, prometió trabajo en donde no lo había, sin importarle que no iban a tener ni siquiera dónde vivir, si entendemos por eso algo más que algunos cartones y chapas agujereadas. ¡Es claro que de los lingotes de oro que rebalsaban el Banco Central “ni ahí”, como se dice ahora!
Las cosas hay que decirlas como son, y aquellos que han sido responsables deben asumirlo.
También es inseguridad la de las innumerables personas que trabajan “en negro” y que por ello no tienen acceso a los servicios de salud que brindan las obras sociales ni a la posibilidad de obtener, algún día, la jubilación. Esas personas a las que se les paga todavía hoy, en el siglo 21, con vales o sucedáneos electrónicos, y a los que se les hace firmar recibos truchos por las cantidades que corresponden legalmente, y luego les quitan una parte sustancial, bajo la amenaza de dejarlos sin empleo.
Entonces, cuando hablamos de inseguridad, preocupados por nuestros bienes, debemos saber que en nuestra sociedad (por lo menos en teoría) la vida, la salud y la libertad constituyen valores muy superiores a la protección de la propiedad. Y tanto es así que la ley le permite al Estado apropiarse, por la vía del impuesto, del 33% de nuestros ingresos, pero sería aberrante e inconstitucional que pretendiese apropiarse de un porcentaje de la vida, de la libertad o de la sangre de los ciudadanos, como se hizo durante el Proceso. ¿Queremos eso otra vez?
Alguien expresó el sábado su preocupación respecto a que ese fuera un acto político. Y nosotros discutimos, por lo contrario, para que así lo fuera. No partidario, pero sí plenamente ocupado en lograr el bienestar general, que es el bienestar de todos. Los que tienen y los que no tienen.
Un concejal decía, por estos días, y creemos que generalizando peligrosamente, que "desgraciadamente nuestra juventud no tiene ejemplos a imitar". Y eso no es cierto. ¡Vaya si hay ejemplos para imitar! Lo que pasa es que no tienen prensa, porque una “botinera” vende más que una estudiante que está próxima a recibir su título universitario, o un futbolista de éxito consigue más cartel que el joven que, con esfuerzo, lleva todos los días el pan a su casa.
Hay ejemplos para imitar, Daniel. Ocupémonos de realzarlos y vas a ver cómo, de a poco, y aunque nos cueste una generación, como dice Cacho Castaña en su “Septiembre 88”, ¡Vamos a salir adelante!
Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso